Tengo 36 años. Mi novia tiene 30, y es una de las pocas luces en mi vida que me han hecho seguir adelante. No tuve una educación fácil. Vengo de una familia desestructurada, llena de inestabilidad y caos emocional. Estuve en la calle desde muy joven, trabajando para sobrevivir, aprendiendo pronto lo que significa luchar por tu vida. En algún momento, me enganché a las drogas. No fue porque quisiera arruinarme. Era la única escapatoria que tenía de un mundo que no parecía tener sitio para mí.

Pero nunca fui una mala persona. Ni siquiera en mis peores momentos. En el fondo, siempre llevaba una chispa de algo real, una parte de mí que se negaba a rendirse. Perdí a mis dos padres muy joven. Pero cuando perdí a mi madre, todo cambió. En ese momento supe que dependía de mí tomar las riendas de mi vida.

La fotografía se convirtió en mi forma de respirar. Junto con mi novia y los viajes, es lo que me da sentido. Hace unos años me diagnosticaron TDAH y trastorno límite de la personalidad. Durante la mayor parte de mi vida, no entendía por qué todo me parecía tan intenso, tan abrumador. Por qué el mero hecho de existir me parecía una batalla diaria. Por qué me sentía tan profundamente incomprendida.

He luchado mucho. Sigo luchando.

Cuando viajo, me siento libre. Me siento yo misma. Como si desbloqueara algo puro y poderoso dentro de mí. La ciudad me sofoca. No importa cuánto lo intente, siempre hay algo que me retiene.

Quiero viajar. Quiero ver las cosas que me perdí durante los años que estuve perdida en la adicción. Quiero fotografiar lo que otros ignoran, el lado crudo y honesto de una ciudad. Quiero contar las historias que se esconden en los barrios obreros, en los rincones olvidados, en los lugares a los que nunca van los turistas. Porque es ahí donde vive la verdadera cultura. Ahí es donde se encuentra el alma de un país.

A través de las ruinas, las sombras y el silencio, quiero encontrar la luz. No sólo para el mundo, sino para mí mismo.